La amistad y lo bonito de ser adolescente

Después de un febrero con mucha actividad, las cosas han vuelto a la normalidad en Granada. La ciudad estaba decorada con corazones para el día de San Valentín y a final del mes (el 28 de febrero) se celebró el día de Andalucía. Nosotros la pasamos en casa, echados en el sofá leyendo en silencio. Fue uno de esos días que parece un domingo y aunque siempre he detestado los domingos con gran pasión, me agradó tener un jueves libre.

La semana pasada viajé a Madrid para encontrarme con dos compañeras de la universidad. La pasé de maravilla. Nos reímos hasta no poder más y disfrutamos de todo lo que hace que Madrid sea una ciudad tan especial. Incluso me encontré con una amiga holandesa que no había visto ya en dos años. Nos conocimos en la universidad estudiando español y entre proyectos y bromas nos convertimos en íntimos amigos. Solíamos salir a correr juntos en las noches frías del invierno holandés y nos encantaba cenar juntos. Pero llegó un punto en que decidió dejar la carrera por el gran estrés que le causaba, y como ya tenía un diploma, empacó sus cosas y se mudo a Madrid con su novio francés. Un chico joven y trabajador con el que siempre me llevé bien. Admiré mucho que hayan dejado una vida en los Países Bajos para mudarse a España.

Con Myrthe, cenando en Madrid. 

Fui al trabajo de Myrthe a esperarla y de ahí salimos a cenar. Hablamos de todo un poco y aunque había un montón de que hablar, era como si nunca hubiera pasado el tiempo. Me acordé de un dicho de Sex and the City cuando Carrie Bradshaw dice:

“Al fin y al cabo, las estaciones cambian. Las ciudades también. Personas entran y salen de tu vida. Pero es consolador saber que las personas que quieres siempre los llevas contigo en tu corazón. Y si tienes suerte, están a unas horas en avión.”

Pues bien, entre Myrthe y mis compañeras de la universidad, casi no dormí. Pero la pasé genial. Regresé a Granada el domingo por la tarde, sentado con la cabeza descansando en la venta, viendo la puesta de sol, sentí una ola de felicidad, porque a pesar de todo el caos en el mundo, tengo mucha suerte de llevar la vida que llevo y de poder disfrutarla a lo máximo.

En frente del Palacio de Oriente. 

El lunes salí con Kristen, mi compañera de piso, a tomar un café. Estuvimos hablando sobre nuestras vidas amorosas y mientras intercambiábamos anécdotas y experiencias me acordé de la primera vez que alguien se enamoró de mí. Tenía 15 años y mi prima y yo estábamos en un bus camino a un parque de atracciones que había en Aruba aquella temporada. Había un chico de pelo negro que llevaba gafas y tenía una sonrisa muy tierna. No dejaba de verme. Me sentí un poco incomodo, pero me entró una curiosidad que unos minutos después se convirtió un juego de miradas y sonrisas. Al bajarme del bus le sonreí una vez más y le saludé. Nunca lo había visto y tampoco sabía su nombre, así que después de unos días dejé de pensar en lo que había ocurrido en ese bus.

Algunos meses después me llegó un mensaje a Facebook que decía: “No sabes cuanto tiempo me tomó encontrar tu cuenta de Facebook. ¿Te acuerdas de mí?” Estaba eufórico. Empezamos a hablar y quedamos en ir a ver una película juntos. Se llamaba Diego y tenía 16 años. Después de unos meses de vernos con frecuencia decidí terminar con él, porque aunque me gustaba, Diego no estaba preparado para algo serio, y con mis 15 pensaba que yo sí lo estaba. ¿Pero qué va a saber un chico de 15 años sobre las cosas que son necesarias para tener una relación estable? Lo bueno es que aunque me gustaba un montón estar con Diego, el impacto cuando decidimos ya no vernos era mínimo. Es más, creo que tener ese amor inocente con Diego me dejo con una confianza en mi mismo que nunca había tenido antes.

Nos volvimos a encontrar unos años después en una fiesta, pero aquellos sentimientos nunca regresaron, por lo menos no de mi parte. Aunque siempre le tendré mucho cariño por haber sido el primer chico con el que tuve una conexión. Todos los adolescentes, no obstante su sexualidad, deberían sentir ese interés ingenuo que se disfraza de amor. El regalo más bonito de la adolescencia es la felicidad pura que trae con si la ingenuidad, la inocencia y la curiosidad.

Mi primer amor y mi primer gran desamor llegaría un año después, cuando tenía 16 años. Pero eso es un cuento para otro día.

Y tú, ¿te acuerdas de la primera persona con la que tuviste una conexión cuando eras jovencit@?

Gracias por leerme.

Abrazos.

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